08. TEOLOGÍA Y PSICOANÁLISIS DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA
El psicoanálisis se aplica a una escucha muy particular, la del deseo inconsciente, con sus estrategias, sus resistencias y sus defensas. No pretende -no debe pretender- dictaminar sobre lo verdadero o falso, sobre lo bueno o lo malo.
El problema, pues, es que esas representaciones pueden ser vividas en registros muy diferentes de nuestra experiencia. Pueden responder a dinámicas muy infantiles y paralizantes si se sitúan al nivel de lo “imaginario”, es decir, del puro deseo infantil que, ignorando la intersubjetividad, pretende mostrarse ajeno a cualquier modo de estructuración que le limite; o pueden también ser vividas en el nivel de lo “simbólico”, es decir, en el contexto de un mundo afectivo que ha madurado en la relación interhumana y en la aceptación de los límites que ella impone, haciendo funcionar esas representaciones como referencias ideales, pero no ilusorias.
“El psicoanálisis nos ha descubierto una íntima conexión entre el complejo del padre y la creencia en Dios, y nos ha mostrado que el Dios personal no es, psicológicamente, sino un padre magnificado.”
Tal es la primera afirmación explícita que Freud hace en 1910 en su ensayo sobre Leonardo de Vinci. Un año más tarde, esa relación entre Dios y la figura paterna se patentiza a sus ojos de modo explícito y abierto a través de la gran brecha psicótica que analiza en el “caso Schreber”. Allí, un Dios grandioso, erotizado y perseguidor, dentro de un fantástico y deslumbrante delirio paranoico, manifiesta de modo inequívoco la dinámica oculta y reprimida de una antigua y problemática relación con el padre. La vida es demasiado dura tal como nos ha sido impuesta, afirma Freud en El malestar en la cultura. Nos asedian las frustraciones y los sufrimientos por una y otra parte: desde la enfermedad y la muerte, desde la violencia, tantas veces inmisericorde, de la naturaleza, y, más que de ninguna otra forma, desde las decepciones profundas y la permanente conflictividad que experimentamos en las relaciones con los otros. Es comprensible, entonces, que, ante la inseguridad y fragilidad de la vida, surja la tentación regresiva mediante la que se intenta recuperar aquella antigua protección de los padres que, en la infancia, nos aseguraron la supervivencia.
Así, Dios surge como figuración de un padre poderoso que nos defiende de los peligros y amenazas, que reactiva en nosotros la primitiva indefensión infantil y, con ella, la protección que tuvimos en nuestros progenitores. Ilusión de Padre también sustentando el orden moral, con promesas de premios que recompensan por tantas renuncias efectuadas a nivel pulsional o con amenazas por las transgresiones cometidas. Por último, la ilusión religiosa intenta ofrecer asimismo una imagen paterna que, a semejanza de aquel padre omnisciente de la infancia, proporcione explicación a los innumerables enigmas que la vida nos plantea. Bondad, justicia y sabiduría se alzan así, conforme al modelo paterno-infantil, como los atributos soñados en ese Padre del cielo que hace soportable la vida sobre la tierra.
Erik Erikson, entre otros, nos ha hecho saber cómo la primera relación de empatía madre-hijo se constituye en el fundamento de la seguridad básica de la personalidad y en un presupuesto indispensable de la futura fe religiosa. Quien no pudo experimentar esa confianza básica, sostenido en los brazos de la figura materna, no podrá nunca fiarse de los otros y, por lo tanto, tampoco de ese otro psíquico, que es Dios para nosotros.
Es en esta relación primera, vivida como una fusión placentera y totalizante con ese otro que es la instancia materna, donde tendríamos que situar la base misma de lo que posteriormente podrá ser la vertiente mística de la experiencia religiosa como deseo de unión con ese Otro que es la divinidad. La primitiva y gozosa unión con la madre se ofrece así como la fuente básica del deseo de Dios, de anhelo de su cercanía y comunicación, de aspiración a vivir con Él una experiencia de unión, seguridad y confiado abandono.
Pero, evidentemente, la primitiva situación infantil de simbiosis con lo materno tendrá que ser superada para dejar paso a la progresiva asunción de nuestra constitutiva naturaleza de “seres separados”. Sólo así será posible la adquisición de un Yo autónomo y la capacidad para establecer relación con un auténtico tú, independiente y libre.
El ser humano, en efecto, para constituirse como tal, ha de pasar desde una primera relación de carácter dual y simbiótica, en la que el otro es una pura excusa para la satisfacción de sus propias necesidades, a una relación de carácter triangular en la que, a través de la obligada renuncia a los deseos omnipotentes y fusionales, podrá llegar a una conciencia del otro como otro y del propio Yo como algo diferente y autónomo. Todo esto tiene lugar a través de la compleja estructuración edípica, que más allá de una mera dramaturgia de pulsiones encontradas en las relaciones parentales, habría que ver en profundidad como el paso mismo de la naturaleza a la cultura, en el que la función paterna encuentra su dimensión más decisiva. Función esencialmente simbólica, en la que el padre nomina, da su nombre y, por ese acto, encarna la ley en su enunciado básico de separación madre-hijo y como obligada referencia a un sistema de parentesco. De ese modo, libera de la fusión imaginaria con ese todo que constituía la primera relación con lo materno, da paso a la labor de la propia identificación como sujeto diferente y separado, y abre a horizontes más amplios que los de lo meramente familiar.