Mentalización. La conexión entre lo implícito y lo explícito

06. EPÍLOGO. ME DUELEN LAS EMOCIONES. EL CASO DE LA Sra. B

B es una mujer de 50 años de edad. Cuando la conocí me asusté mucho. Apoyada en una muleta para caminar, lo hacía torpe y costosamente. Llevaba gafas de sol negras que le daban un aspecto sombrío. No cuidaba su aspecto exterior. Una vez dentro de la consulta, se quitó las gafas y comenzamos a hablar. No podía mantener la mirada al frente, estaba inquieta y angustiada. Llegó a mi consulta derivada de un colega, con el que estuvo 5 meses en tratamiento, y a quien a su vez la había derivado un psiquiatra de la seguridad social.

Todo comenzó con una otitis, 15 meses antes de nuestra primera entrevista. Tuvieron que suministrarle tres tipos diferentes de antibiótico. Finalmente se recuperó, pero los mareos que sufría no desaparecían. Le realizaron todo tipo de pruebas siendo los resultados siempre negativos, por lo que descartaron lo orgánico. Solamente en ocasiones aparecía vértigo posicional paroxístico que le ha hecho ingresar de urgencias en varias ocasiones pero que siempre ha superado con éxito, incluso haciendo unos ejercicios que le enseñaron puede superarlos ella sola. La remiten a psiquiatría, donde la diagnostican en un principio, de ansiedad, y en posteriores recaídas se suma el de trastorno psicosomático.

En la primera sesión refiere tener varios núcleos que había comenzado a trabajar. El primero y para ella más grave, el fallecimiento de un hermano hacía 25 años. Cuenta que no le dejaron mostrar su dolor para no afectar a los padres. A raíz de lo sucedido, comienza a beber, llegando a tener serios problemas que la obligan a acudir a una UCA durante 5 años. Se recupera satisfactoriamente. Otro factor de su malestar: no ha podido tener hijos. Su marido nunca quiso y ella lo aceptó con la idea de que el tiempo le haría cambiar de idea. Tuvo dos abortos espontáneos. Y otro núcleo que refiere son sus padres. El padre estaba senil y decidieron ingresar a los dos en una residencia. Cuando falleció éste, la madre les pidió que la sacaran de allí, sobre todo a ella. Pero B ya estaba enferma y le resultaba imposible llevársela a casa, donde además cuidaban a su suegra a meses. Esto le crea mala conciencia por dejar a su madre abandonada.

Durante las primeras sesiones, que B pide en diván, reitera que se siente cansada, fatigada, que no le responden las piernas, y se muestra muy angustiada y alterada. El cuerpo le pesa mucho y dice sentir una fuerte presión en la garganta que le impide respirar bien, lo hace con inspiraciones muy cortas y seguidas. Padece anemia e hipertiroidismo. Se define como alguien muy exigente consigo misma, perfeccionista en todos los sentidos, especialmente en el laboral. No quiere pedir ayuda, pues considera que hacerlo es molestar a los demás, pero sí se ofrece a ayudar a todo el que se lo pide. Evita hablar de las cosas que le preocupan, porque comienza a darle vueltas a la cabeza. Reconoce su falta de apertura para, por lo menos, poder desahogarse. Se declara incapaz de visualizar, de imaginar, su capacidad para fantasear es muy pobre. Me cuenta que ha intentado hacer relajaciones y que el efecto ha sido el contrario: aumenta su ansiedad porque no puede seguir los pasos que le marcan, lo que le hace tomar conciencia de su propio bloqueo. Le cuesta mucho abrirse, tomar contacto con las emociones. Muy ansiosa, obsesiva, reitera su narración a cerca de su malestar, de sus dolores, de sus miedos, todos ellos físicos, eludiendo lo personal e íntimo.

Con el paso de las sesiones la confianza aumenta, la alianza mejora y es capaz de afrontar los temas con mayor profundidad. El primero que pudimos tratar fue acerca de su madre. Puede manifestar emociones como enfado, rabia y dolor que nunca antes había hecho. Así transcurrieron varias sesiones en las que mostraba altibajos, sin que su estado variara. Si acaso lo hacía a peor. En una ocasión su marido tuvo que acompañarla hasta la misma puerta de la consulta porque sus mareos eran tan fuertes que se sentía incapaz de hacerlo sola. Hablaba de cosas que le habían pasado en su vida de forma aislada, incapaz de darle continuidad a lo que le había ocurrido. No relacionaba lo que sentía y lo que la acompañaba con cada acontecimiento. Los vivenciaba como independientes unos de otros.

Un día llegó a la consulta más angustiada de lo que en ella era normal. Se sentó, en lugar de tumbarse, y yo la dejé hacer. Se sentía desesperada por su situación, no mejoraba y dudaba de que dicha recuperación pudiera alcanzarse. Le sugerí hablar de la expresión de sus propias vivencias emocionales. Llegamos a la conclusión de que las cosas pasan en la vida, que no se puede evitar, pero lo que es importante es el sentido que le demos a lo que nos ocurre. Tratando de unificar toda la información que habíamos visto hasta ese momento, le hago un esquema en una pizarra, donde puede ver en una línea temporal todos los acontecimientos vividos y relacionarlos entre sí en un golpe de vista. A medida que lo vamos desarrollando se va relajando, cambia su rostro, llego a asombrarme por su forma de estar y de hablar. Le hago señalamientos sobre la negativa a dejarle expresar sentimientos, la acumulación de tensión en su vida, haciéndole el gesto de tragar, y lo relaciono con su dificultad para respirar con profundidad, con su molestia en la garganta y en el pecho. Me comenta que nunca antes lo había visto así, que nunca había relacionado los sucesos, que los entendía como independientes, y dice que esto le ayuda a dar un nuevo sentido a las cosas.

A partir de aquí la cosa cambió. La relación terapéutica fue mejorando cada sesión. Aparecieron nuevas historias, pero lo mejor fue el cambio que se produjo en su manera de afrontarlas y de elaborarlas. B es la menor de cuatro hermanos. Nació con una malformación en un brazo. Por este motivo, cuando tenía 7 años, sus padres la llevaron a un hospital donde permaneció un año separada de toda la familia. Nunca antes había hablado de cómo se sintió mientras permaneció allí, de qué sentimientos despertó hacia sus padres y sobre todo, qué cualidades y características se fueron forjando en ella. No la habían dejado expresar sus emociones, no la habían especularizado bien, su patrón vincular era evitativo, no se sintió acogida más que por su hermano L, quien representaba para ella seguridad, afecto, comprensión, compañía, y que había fallecido en un accidente hacía 25 años. Cuando esto ocurrió, tanto sus hermanos como su entorno más cercano no le dejaron siquiera llorar porque era una irresponsabilidad hacerlo, ya que así demostraba poca sensibilidad por lo que pudieran estar sintiendo sus padres. Ahora podía hacerlo, liberando de esta manera la presión y el sentimiento de culpa que la estaban atormentando durante tanto tiempo. De la misma manera, gestiona emociones como el miedo, el enfado y la tristeza, que no tenía bien integradas y que, en un ambiente de aceptación cálida y auténtica como el que había descubierto en la terapia, fue capaz de resignificar. 

B dejó la muleta, ya no usaba las gafas de sol y cambió su aspecto: se pintaba, se ponía pendientes, se arreglaba. Recuerdo con un cariño especial, el final de la sesión en que acudió por primera vez sin muleta. Me dijo que no había hablado de estos temas con nadie y que hacerlo la ayudaba a dar un significado y un sentido distintos a la comprensión de su propia vida. Despidiéndonos, tranquila, relajada, con una expresión afable, cálida y tierna, me dijo que nunca había dado importancia a las cosas que estábamos tratando, que no creía que pudieran tener tanto peso en su vida. Me dijo que le sorprendía mi implicación, que no lo había experimentado con los otros psicólogos con los que había estado. Le dije que eso que estaba sintiendo era la conexión emocional entre ambos. Se despidió diciéndome que los dos aprendíamos y nos beneficiábamos de ello.

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